El siglo XIX tuvo, también en nuestro país, rostros ilustrados, democráticos y constitucionalistas.
Uno de los muchos males que nos aquejan es el desinterés y la ausencia de conocimiento de nuestra historia, sobre todo la del siglo XIX, que debería sernos tan útil para descifrar nuestro presente. Este hándicap es más grave de lo que parece. La falta de memoria nos hace vagar en una nebulosa. Quizás, por eso, se sustituye tan a la ligera un relato histórico, veraz, crítico y solvente… por ocurrencias, interpretaciones interesadas tan falaces y faltas de rigor como repletas de dogmas.
Hay motivos más que suficientes para interesarnos por esos hombres y mujeres que, desde las Cortes de Cádiz, dedicaron su inteligencia y sus mejores esfuerzos a modernizar el país, a democratizar sus instituciones… y frente a tanto oscurantismo, conectarlo con las corrientes políticas y culturales de los países europeos de nuestro entorno.
Probablemente, pocos lectores sabrán quien fue Miguel Morayta. En buena medida, no es culpa suya. Sobre estos hombres y mujeres ha caído una pesada losa de silencio que los mantiene injustamente en el olvido. Sufrieron múltiples zozobras y vieron su vida y su libertad amenazadas, sin embargo, gozaron de un carisma y de un talante emprendedor y contagioso, eran reflexivos, tenían inquietudes filosóficas y aprendieron a encajar los golpes adversos, con serenidad.
Miguel Morayta como iremos desgranando, fue un político y escritor, un catedrático que en sus textos dio una interpretación de la historia de España liberal y racionalista, un republicano convencido y convincente y un masón destacado.
Obvio es señalar que sobre la masonería se acostumbra a pasar como de puntillas o, lo que es peor, la mención se resuelve con unas cuantas descalificaciones, algunas de grueso calibre. Baste recordar el latiguillo ‘la conjura judeo-masónica-liberal’.
Despierta poco interés la Revolución del 68 que, sin embargo, fue un intento de dar un giro significativo a la historia de nuestro país y que de haber triunfado y perdurado en el tiempo sus efectos, los acontecimientos probablemente, hubieran discurrido de una forma bien distinta a como transcurrieron.
Miguel Morayta participó activamente en ella. Fue diputado en diversas ocasiones y defendió los valores republicanos que habían contribuido al progreso de varios países de nuestro entorno. Es uno de esos hombres que aportan luz a la existencia. Creía en el imperativo categórico kantiano, quizás por eso, se negaba a cualquier forma de camuflaje y se le puede considerar, sin exageración, como arquetipo de resiliencia y de fortaleza interior.
No es difícil imaginárselo durante alguno de los malos momentos de la Restauración, disertando con valentía, sobre la libertad de cátedra que, como en tantas otras ocasiones, tenía que defender de los ataques reaccionarios y fundamentalistas de un tradicionalismo trasnochado.
En modo alguno, era un iluso. Tenía una brújula interior que lo guiaba y una capacidad de comprender y orientarse ante los hechos, fueran estos favorables o adversos.
Era optimista, mas prudente. Por eso, obraba con inteligencia y cautela sabiendo que los azares del futuro… en buena medida son imprevisibles. Su verbo era flexible y certero. Intuyó que quienes hablaban de seguridad lo que buscaban en realidad era achicar el espacio de la libertad.
El camino que recorrió era difícilmente transitable, además tuvo que soportar y conllevar algunos compañeros de viaje poco fiables. Supo entrever sagazmente que la inseguridad es un terreno resbaladizo que engendra más y más posibilidades para el autoritarismo.
Los seres humanos nos mostramos, la mayoría de las veces, vulnerables ante las amenazas. A lo largo de su vida demostró que daba su apoyo y se comprometía con lo que hace la vida, digna de ser vivida.
En todas las épocas las alienaciones han constituido un instrumento de dominio, mas en las sociedades cerradas –y cuanto más cerradas, peor- quienes las promueven las han acabado convirtiendo en el espejo de Narciso que terminaba engullendo a quienes se veían reflejados en sus aguas. Miguel Morayta por el contrario creyó con pasión en las posibilidades humanas de influir en la marcha de las circunstancias.
Para personalidades como la suya, llevar a cabo una labor pedagógica y seminal, formaba parte de las obligaciones que se auto imponía. Sus artículos y colaboraciones aparecían en publicaciones como La República Ibérica, La Reforma o El Popular de Málaga.
Se mostró muy activo durante el Sexenio Democrático. En esos años fue diputado por Loja (Granada). Durante la Restauración continuó siendo combativo y fue, también, parlamentario por Valencia y finalmente por Madrid, sin renunciar nunca a sus principios y valores republicanos.
Conviene poner de manifiesto algunas cuestiones que ayudarán a formarse una idea más completa de Miguel Morayta. Fue, sin la menor duda, anticlerical y masón, mas nunca ‘comecuras’. Admiró a Emilio Castelar y durante la I República fue secretario general del Ministerio de Estado. En cuanto a su vinculación con la masonería, llegó a alcanzar el Grado 33 y llevó a cabo una labor intensa de unir las diferentes logias masónicas. Sus restos yacen en el cementerio civil de Madrid.
Durante el siglo XIX vivieron en nuestro país una serie de hombres íntegros que hicieron lo posible porque evolucionara hacia el pensamiento, la ciencia, la cultura, el laicismo y las instituciones públicas democráticas. Mi padre solía repetir una frase de Fernando de los Ríos:”En España la única revolución pendiente, es el respeto”, no le faltaba razón.
La de Morayta era una mirada limpia, serena. Se advierte en ella lo resolutivo y persistente de su carácter. Tenía sentido del humor. Estoy convencido -la vida, me da cada vez nuevas razones para ello-, que la ironía es la mejor arma para protegerse de las creencias ciegas.
Pensaba que la libertad era, las más de las veces, la capacidad que tenemos para pensar por nosotros mismos. Acudía con frecuencia, tanto en sus escritos como en su conversación, a expresarse de forma pedagógica. La labor pedagógica bien entendida, no es otra cosa que un intento de conducir la curiosidad intelectual hacia el conocimiento.
En cuantas tareas desempeñó dejó tras de sí sobradas pruebas de su elocuencia, inteligencia e incorruptibilidad. Solía seguir el camino que le marcaba su brújula interior y, las más de las veces, no se equivocaba. Quizás una de sus preocupaciones esenciales era profundizar en la condición humana.
Estudió en la Universidad Central, derecho y filosofía. Una prueba más de su curiosidad intelectual es que se doctoró con un texto brillante y lleno de erudición, más también, afán por comprender el legado del Renacimiento, que lleva por título Petrarca en sus relaciones con el arte moderno.
Dice mucho de un hombre, con preocupaciones históricas, los temas por los que se interesa y que trata. Escribió un ensayo histórico, político y social sobre la Comuna de París. Otra de sus aportaciones, más que interesante, es una Historia de la Grecia Antigua. Como ya hemos apuntado, anteriormente, trató en varias ocasiones sobre la libertad de cátedra, porque cuando esta libertad está en peligro… también lo están otras. De especial interés, me parece, su obra Las constituyentes de la República española, que publicó en Paris en 1907 y donde expone sus ideas y experiencias sobre la I República, interpretando los hechos con agudeza y objetividad pese a haberlos vivido, lo que siempre se presta a un cierto subjetivismo. Escribió mucho más, pero valgan las obras enumeradas, para que nos hagamos una idea de que no debe pasarse a la ligera por este historiador, político y escritor.
Otra de sus características es que se mostraba, con firmeza y lealtad, amigo de sus amigos. Lo fue de Emilio Castelar, sobre quien escribió un libro poco conocido, ya que termina justo donde empiezan otros, dedicado a comentar la vida de estudiante del IV Presidente de la I República y sus primeros pasos en política. Igualmente, se relacionó con el federalista Francisco Pi y Margall, juntos pusieron en marcha la revista La Razón, un más que interesante proyecto que no duró demasiado.
Con lo anteriormente expuesto, no debe extrañarnos que cuando el Marqués de Zafra cesó a Castelar junto con Nicolás Salmerón y otros, Miguel Morayta dimitió en señal de protesta.
Su actitud valiente y decidida le acarreó no pocos disgustos. La coherencia y la firmeza en los valores, nunca están bien vistos por los fundamentalismos. Cuando Manuel Orovio, ministro de Fomento, mediante un Decreto quiso supervisar los libros y programas universitarios, nuevamente se puso en contra de esta forma burda de censura. Pocas veces se han pronunciado unas palabras tan contundentes y memorables sobre la libertad de cátedra como las siguientes: ’el profesor en su cátedra es libre, absolutamente libre, sin más limitación que su prudencia’
Este rasgo democrático le acarreó la protesta de los obispos y la excomunión. Animo al lector a que lea este discurso ya que es accesible y, demuestra bien a las claras, el temperamento, el valor y los valores republicanos de Miguel Morayta. Otro rasgo de valentía de los muchos que realizó, fue su defensa de los filipinos, por la que numerosos diputados pretendieron expulsarlo del Parlamento.
Algunas veces, se ha dicho de él que fue un hombre prometeico. Coincido plenamente. A lo largo de su vida fue pródigo en regalar el fuego del conocimiento a sus conciudadanos, aunque con escaso éxito.
Su existencia estuvo guiada por un sentido de la justicia y por un concepto exigente de la moralidad. Creyó con firmeza en la democracia, mas en una democracia ilustrada. De una forma u otra, la herencia de la Ilustración está presente en el mejor liberalismo español. Se esforzaba por tender puentes de convivencia y porque la sociedad civil tomara conciencia de sus derechos y deberes y adquiriera un mayor protagonismo.
Para él –y lo señala repetidamente en sus textos- el individuo debe estar al servicio de la sociedad. De ahí que sea tan necesaria la educación en los valores democráticos.
En numerosas ocasiones criticó certeramente el peligro de un individualismo insolidario, en virtud del cual ciudadanos presuntamente valiosos, abdicaban de sus deberes y se despreocupaban de la vida pública. Morayta los consideraba carentes de nervio, superficiales y mezquinos.
Los problemas que plantea la realidad, en cada momento y circunstancia histórica, estamos obligados a intentar resolverlos –o al menos a no empeorarlos- por ineptitud o intereses espurios.
Como historiador pensaba que la sociedad está ahí para indagar sobre ella y, en el mejor de los casos, aprender a transitar el difícil camino que va de lo cuantitativo a lo cualitativo. Probablemente, la verdad es inalcanzable… más hay que verla como meta suprema del conocimiento.
Con estas premisas no puede extrañarnos que combatiera, con rigor, la arbitrariedad, la corrupción y el oportunismo.
Hizo cuanto pudo por ayudar a extender los valores republicanos. La virtud individual es apreciable, mas resulta alicorta e insuficiente, si no se compromete a mejorar el cuerpo social.
Finalizo aquí estas reflexiones sobre Miguel Morayta. A través de su figura y su ejemplo, creo que pueden rescatarse una forma de entender el compromiso político, los valores republicanos y la herencia de la Ilustración en determinados momentos claves del controvertido y, con autosuficiencia, ignorado y despreciado por muchos siglo XIX.