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Evocación de Francisco Giner de los Ríos: Un soñador que vivía con los pies firmemente enraizados en el futuro (I), por Antonio Chazarra

«La salvación de España ha de venir por la Educación»

Retrato de Francisco Giner de los Ríos, por Joaquim Sorolla.

El 18 de febrero de 1915, se nos fue Francisco Giner de los Ríos. Antonio Machado lo recuerda en un poema lleno de pasión, admiración y esperanza. Hoy, 109 años más tarde, quiero evocar su fecundo magisterio y su figura llena de energía, filantropía y humanismo.
Con el paso del tiempo no ha hecho más que agigantarse, en un país con muy pocas preocupaciones pedagógicas y, donde se medita poco –muy poco- sobre el papel que ha de tener la educación en la formación integral de la persona.


Vagamente, ha quedado en el inconsciente colectivo que fue el fundador y alma de la ILE (Institución Libre de Enseñanza), aunque se ignora su colosal legado y su carácter indomable y rebelde. Fue un “castillo inexpugnable” y rocoso, un pedagogo, cuyas ideas han tenido enorme transcendencia, un filósofo, un ensayista y mucho más. La oprobiosa dictadura franquista procuró minimizar, todo lo posible, su figura y su transcendencia moral.


El intento del franquismo por borrarlo del mapa, quizás sea el motivo principal por el que no se le conoce como debiera. Entre sus “sueños” quiero empezar por destacar que concebía la universidad como “una potencia ética de la vida”. Idea especialmente relevante en tiempos como el que nos ha tocado vivir, donde muchas de las visiones que se tienen de la universidad son instrumentales y, en el peor de los casos, meras terminales del mercado.


Es admirable su rectitud, coherencia y capacidad de trabajo. Fue profundamente innovador en medio de un país atrasado, encadenado a supuestas “verdades inmutables”, con un peso abrumador del clericalismo orgulloso de sus tradiciones patriarcales e inmovilistas y perseguidor de toda novedad, especialmente si procedía de una Europa que entendían como el origen de todos los males.
En esta evocación que por fuerza ha de ser incompleta y parcial, lo que intento es poner en la pista y traer a la memoria la importancia de lo que hizo y por qué lo hizo y quizás, conseguir que haya lectores y lectoras que se interesen por profundizar en lo que aquí sólo se apunta. Mi finalidad es nítidamente propedéutica.


Rendía culto a la verdad, mas sin estridencias. Partidario de dialogar, persuadir, no de imponer y, sobre todo, de la participación de los alumnos en su proceso educativo. En sus concepciones pedagógicas la misión de los maestros era la de acompañar a los adolescentes en su proceso de crecimiento y de formación del carácter y la personalidad.


Creía que el “ejemplo” era profundamente educativo y que todo proceso de formación era incompleto si no iba acompañado de una sólida “educación moral”. Incluso en su senectud conservaba intacta la energía y la fuerza para seguir luchando por todo aquello en lo que creía.
Concedía importancia a que los educandos fueran co-autores y co-responsables en la formación de su carácter. Si esencial era fomentar su curiosidad intelectual y poner al servicio de la comunidad su inteligencia y capacidades, no lo era menos prepararlos a fin de que “no picaran los anzuelos” de la ambición material y mucho menos, que se pusieran al servicio de ideas y grupos contrarios a un humanismo europeísta, a la herencia de la Ilustración y a los Derechos Humanos.


Cuando la realidad –entonces y ahora- se presenta como farsa, hay que estar alerta y dominar los acontecimientos -en la medida de nuestras posibilidades- no permitiendo que sean estos los que nos dominen. Leyó y estudió mucho, mas su cultura no fue libresca en modo alguno. Frecuentaba los lugares donde se debatían ideas, en un clima de respeto como El Ateneo de Madrid y el Circulo Filosófico de la calle Cañizares.

«Fue profundamente innovador en medio de un país atrasado, encadenado a supuestas “verdades inmutables”, con un peso abrumador del clericalismo orgulloso de sus tradiciones patriarcales e inmovilistas y perseguidor de toda novedad, especialmente si procedía de una Europa que entendían como el origen de todos los males».


Predicaba con el ejemplo. Se oponía a lo que consideraba injusticias. Así cuando Manuel Orovio, de infausta memoria, a la sazón Ministro de Fomento, expulsó o apartó de sus cátedras a su maestro Sanz del Río, a Fernando de Castro o a su condiscípulo en Granada, Nicolás Salmerón, no dudó en solidarizarse con ellos. Sabía los riesgos pero aceptaba las consecuencias de sus acciones. Poco después, tras la llamada Revolución Septembrina se los repuso en sus cátedras. Es más, Manuel Zorrilla, el nuevo ministro, también accedió a otras de sus reivindicaciones que tenían por finalidad democratizar la enseñanza, especialmente la libertad de cátedra.


No abundan los retratos sobre él, lo que tal vez sea otra muestra de modestia, sin embargo, me parece magnífico el que realizó al oleo Joaquín Sorolla. Lamento que no sea reproducido con más frecuencia. En él se refleja, con luz propia, la fuerza de su mirada.
Pasemos a evocar algunos rasgos de su carácter. No transigía con la mentira, pero su compromiso con la verdad iba siempre vinculado a una fina ironía, que a menudo desconcertaba a sus interlocutores. Se entregaba al trabajo con entusiasmo y todos sus contemporáneos hablan de él como un hombre activo. Tenía un carácter paternal que en su labor pedagógica le abría más puertas que su reconocida autoridad moral. Su carisma era un auténtico “imán invisible”.


Nunca se adhirió a una sola escuela pedagógica ni filosófica. Era más relativista de lo que parecía y sus principios eran eclécticos, quizás eso influyó no poco en que se adhiriera al krausismo, aunque españolizándolo un tanto, hasta el punto de que alguno de sus estudiosos o biógrafos como Francisco Laporta llegan a hablar de un krausismo a la española.


No me quedaría tranquilo si no incluyera en esta evocación, su decisivo papel en la renovación de la vida intelectual pero, sobre todo, de las “conciencias”, convencido como estaba que los cambios sociales más profundos, los producen la acción de los hombres cabales y honestos y no las revoluciones, ni las guerras.


Creo que fue un regeneracionista y un gradualista al igual que no pocos de los hombres más inteligentes, transformadores y audaces del momento histórico que le tocó vivir. Es evidente que era un firme defensor del pensamiento crítico, tanto en el terreno científico
como en el humanístico.


Siempre me ha llamado la atención su predilección “por el método intuitivo” y por lo que podemos considerar una hermenéutica creativa de las teorías pedagógicas más avanzadas del momento. Sentía por Sócrates una auténtica admiración. Quizás, por eso, su discípulo Antonio Machado cuando crea su personaje Juan de Mairena, lo convierte en portavoz del espíritu socrático como homenaje. Únase a esto su manifiesto desprecio por los exámenes memorísticos y su convencimiento de que había que despertar en los alumnos, no sólo el amor por las ideas sino también, por la naturaleza. Su sistema pedagógico tiene como modelos la universidad alemana y la británica. Son los alumnos los que han de buscar y elaborar los conocimientos y protagonizar su itinerario formativo.


Una evocación sobre su vida, carácter y obra -entendiendo la ILE como su herencia más preciada- ha de tener en cuenta, por contraste, el odio, las falsedades y las “descalificaciones groseras” del franquismo, que una y otra vez, intentaba poner de manifiesto “la diabólica conjura” entre la ILE y la masonería, para atacar al catolicismo y hundir al país. En esta labor inicua se distinguió especialmente Fernando Martín-Sánchez Juliá, mas la lista sería extensa, muy extensa.


En una segunda entrega, analizaremos los aspectos más característicos de su dilatada obra, así como los amigos y discípulos que le acompañaron en esta trayectoria renovadora y transformadora.


Finalizo estas reflexiones insistiendo en que la labor pedagógica y educativa de Francisco Giner estuvo siempre orientada a “enseñar a pensar, a vivir” y a oponerse concienzudamente a entenderla como mera acumulación de datos e ideas, a menudo, “sin digerir”.
Igualmente de relieve es su distinción entre hombres medio instruidos y educados. Los primeros tienen desgraciadamente, tanto su inteligencia como su corazón “punto menos que salvajes”.


Consideraciones como las anteriores, deben hacernos pensar sobre qué entendemos por educar. Una tarea –aún pendiente- pese a los intentos loables pero insuficientes que se han llevado a cabo, es dotar a nuestro país de un sistema educativo a un tiempo, crítico y científico, al servicio de ideas, valores y principios democráticos que forme y divulgue en los y las jóvenes el compromiso con la igualdad, la justicia y el respeto a los Derechos Humanos.


Francisco Giner de los Ríos fue capaz de impulsar una serie de “proyectos de calado”. No es una exageración. Muchos están aún por desarrollar. Por eso son tan necesarias evocaciones como esta, en medio de un desinterés generalizado por formar ciudadanos críticos, competentes y comprometidos con algo tan necesario –como menospreciado- las ideas solidarias e inclusivas que promuevan la tolerancia y permitan avanzar en la justicia social.

ANTONIO CHAZARRA MONTIEL
Profesor Emérito de Historia de la Filosofía